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CUATROCIENTAS ROSAS BAJO LA LLUVIA por Ramón Bueno Tizón

El auto se detuvo ante lo que parecía ser la caseta de un peaje. Una señora mayor se asomó, cabello blanco y lentes de abuelita. Le pidió al conductor su identificación. El conductor le explicó que solo venía a dejarme; él era un chofer de úber. La abuelita volteó hacia donde yo estaba, sentado en el asiento trasero. Con mi mejor sonrisa, le dije que venía a recoger mi credencial. Me habían dado instrucciones expresas de recogerla aquí, en el West Hall del Kentucky Expo Center.

Okay, so you are going to work –dijo la abuelita. Se levantó la tranquera que teníamos al frente y nos franqueó el paso–. Have a good day!

Era viernes, el día de las Oaks. A pesar de los pronósticos de lluvia, había salido un sol bastante tímido. Pero unas nubes siniestras nos advertían que podía empezar a llover en cualquier momento. Mientras el auto avanzaba hacia los amplios edificios del Kentucky Expo Center, me quedé pensando en las palabras de la abuelita. So you are going to work… Me sorprendió la gran cantidad de buses escolares aparcados por toda la playa de estacionamiento. No tenía la menor idea de dónde quedaba el West Hall. Le dije al conductor que prefería buscarlo a pie.

Bajé del auto y deambulé unos metros, mirando a derecha e izquierda. El Kentucky Expo Center era un centro de convenciones gigantesco, con una gran cantidad de construcciones, salas y auditorios. Vi un letrero que decía West Hall. Al llegar, me encontré con una fila larguísima de personas que hacían cola para abordar los buses escolares. Todos iban a Churchill Downs y todos llevaban puesto algo de color rosa, como manda la tradición para ir a las Oaks. Entonces comprendí que los buses habían sido fletados para transportar al personal que trabajaría viernes y sábado en el hipódromo, con motivo de las Oaks y el Derby. Miré la hora. 8:20am. Seguía llegando gente, el color rosa cada vez más presente. Los buses también hacían cola. Se llenaba un bus, partía e inmediatamente llegaba uno nuevo. Todos los accesos vehiculares de Churchill Downs debían de estar bloqueados, pensé. Y más tarde sería peor. Tenía que recoger mi credencial de periodista y hacer la cola para llegar lo más temprano posible a Churchill Downs. El Kentucky Derby era realmente cosa seria.

El Kentucky Derby es la carrera más importante de los Estados Unidos, primera potencia del turf global. Y, para muchos, se trata de la carrera más importante del mundo. No por algo se le conoce como “the most exciting two minutes in sports”, los dos minutos más emocionantes del deporte. La frase fue acuñada por el célebre Matt Winn, quien dirigiese las riendas de Churchill Downs por casi cincuenta años, entre 1902 y 1949. Puede decirse que Matt Winn es el principal artífice del aura actual que tiene el Kentucky Derby. Con una impresionante visión de mercado, logró conectarlo con la alta sociedad, las celebridades, la prensa y las clases trabajadoras, hasta convertirlo en lo que es hoy: un evento clave en el imaginario colectivo americano.

Al Derby se le denomina también la Carrera de las Rosas, por la famosa guirnalda que se le coloca al ejemplar ganador. Institucionalizada en 1932 por el propio Matt Winn, la guirnalda está compuesta por más de cuatrocientas rosas rojas de la variedad Freedom, que se traen de Colombia y Ecuador una semana antes del Derby. Es cosida a mano por una docena de floristas y cerca de setenta voluntarios en la localidad de Middletown, Kentucky, treinta kilómetros al este de Louisville. Su elaboración se transmite en vivo y está a cargo de Kroger, la cadena americana de supermercados que tiene la floristería más grande de los Estados Unidos. La guirnalda mide 122 pulgadas de largo por 55 de ancho y pesa casi veinte kilogramos. Está forrada en tela bengalina muaré color verde intenso, con el sello del Commonwealth of Kentucky bordado en un extremo y el logo de Churchill Downs en el otro. Su importancia es tal, que la guirnalda es transportada al hipódromo por la policía local y custodiada por la Armada americana hasta su entrega al caballo ganador.

La oficina de entrega de credenciales se encontraba en el propio edificio del West Hall. Según el correo electrónico que recibí cuando aprobaron mi acreditación, las credenciales no serían entregadas en Churchill Downs sino en el Kentucky Expo Center, según un riguroso horario de entrega. El último día era el mismo viernes, el día de las Oaks.  Estaba sobre la hora. Tampoco hubiese podido recogerla antes, porque había aterrizado en Louisville la noche anterior.

Le entregué mi documento de identidad a la encargada, una mujer de edad mediana con el cabello frisado. Ella leyó mi nombre y exclamó Perú en voz alta. Luego desapareció tras una puerta. Supuse que no solo entregaban credenciales de prensa sino todo tipo de pases para ingresar a Churchill Downs, tanto el viernes como el sábado. Al poco rato, la mujer regresó con mi credencial: un rectángulo plastificado con una cinta verde que decía Media & Broadcast. Tenía un sinnúmero de letras en diferentes colores; quise creer que me abriría todas las puertas posibles. Pregunté si debía firmar algo, pero me dijo que no, ya todo había sido registrado en el sistema. Estaba listo para subirme a uno de los buses y partir rumbo a Churchill Downs.

El hipódromo de Churchill Downs está indisolublemente ligado al Kentucky Derby. Fue construido en 1875 por Meriwether Lewis Clark Jr., nieto del explorador William Clark y miembro de una de las primeras familias asentadas en Kentucky. Tras un viaje a Inglaterra, quiso crear una carrera similar al Epsom Derby en los Estados Unidos. Eligió Louisville y levantó Churchill Downs sobre unos terrenos de 80 acres, de propiedad de sus tíos John y Henry Churchill, de donde proviene su nombre. La inauguración fue el 17 de mayo de 1875, fecha en la que se corrió la primera edición del Kentucky Derby, con la victoria del potrillo americano Aristides.

Ubicado al sur de Louisville, Churchill Downs tiene una capacidad para unas 50,000 personas sentadas. Pero con motivo del Derby, el aforo puede alcanzar las 170,000 almas. La pista principal es un óvalo de arena blanca con un perímetro total de una milla y un brazo en la recta opuesta que se pierde tras el nuevo edificio del First Turn Club. La pista de césped está situada al interior de la pista de arena y mide apenas 1400 metros. En ambas pistas se corre en el sentido inverso a las agujas del reloj. Y en el Derby, que se disputa en la pista principal, los caballos dan una vuelta completa y pasan dos veces frente a la meta.

Uno de los elementos característicos de Churchill Downs, tan antiguo como emblemático, constituye a la vez su símbolo por excelencia: las famosas Twin Spires o agujas gemelas. Dos chapiteles octogonales y simétricos colocados sobre pequeñas torres en el techo de la tribuna principal. Hoy en día, las Twin Spires son una atracción turística por sí solas, así no haya carreras. Pero lo más importante es que hacen reconocible a Churchill Downs a primera vista en el mundo entero. Algo que ningún otro hipódromo ha podido lograr.

Cuando llegué, Churchill Downs parecía una pequeña ciudadela, vibrante y bulliciosa, en donde la tensión se respiraba en el aire. Tal como lo suponía, los accesos vehiculares regulares estaban fuertemente restringidos, custodiados por piquetes policiales cada cien o doscientos metros. El bus me dejó muy cerca de las puertas del Paddock. Tuve que pasar por un control de seguridad y un torniquete de cuerpo completo, de esos que giran lentamente. Una vez dentro, vi gente por todas partes. Personas que iban y venían de un lado al otro, apuradas y firmes, como abejas obreras en un panal. Trabajadores que cargaban objetos pesados o jalaban plataformas de transporte. Mujeres que terminaban de instalar alguna tienda. Personal de seguridad que se acomodaba en su ubicación definitiva. Y el color rosa, ubicuo, casi absoluto.

Dar con la sala de prensa era como encontrar una aguja en un pajar. Instintivamente, ingresé al interior del edificio central. Sentí como si hubiese entrado al lobby de un centro comercial, los pasillos de un hospital o las dependencias de cualquier otro edificio público. Gente y más gente. Accesos. Puertas. Corredores. Letreros y carteles que decían de todo menos dónde quedaba la sala de prensa. Comencé a preguntar, pero ninguna de las personas a las que abordé tenía la menor idea. Una muchacha que estaba sentada en una mesa desplegó el Staff Guide, un encarte a colores que podía doblarse en ocho y traía toda la información sobre los ambientes, zonas e instalaciones de Churchill Downs. Pero no decía nada sobre la sala de prensa. Igual me regaló el encarte, por si me servía de algo. Caminé hacia lo que vendría a ser la explanada de las tribunas, sembrada de asientos de color verde. En la pista de carrera, sobre la arena tan blanca, estaban todos los fotógrafos acreditados. Ahí me encontré con Carlos Morales, periodista venezolano de Agentes 305, quien me dijo que la sala de prensa había sido acondicionada en el Parlay, junto al Museo.

El Parlay es un salón de simulcasting para apostar en diferentes hipódromos, con televisores y monitores de alta resolución. Está ubicado en el primer piso del Grandstand, a la altura de la puerta 1. Ni bien entré, ya se encontraba rebosante de periodistas y fotógrafos. Vi cubículos y mesas comunes, todas ocupadas. Me instalaron en un espacio disponible, junto a una pared. Acomodé mis pertenencias –el Daily Racing Form, que había comprado por diez dólares, así como el programa oficial, en papel couché rosa– y salí a curiosear. El día recién empezaba.

No hay carrera en los Estados Unidos que tenga el magnetismo, la presencia mediática y el peso simbólico, económico y cultural del Kentucky Derby. Para empezar, se trata del evento hípico con la mayor audiencia en vivo a nivel global, con las 170,000 almas que se dan cita en Churchill Downs. Asimismo, es la carrera que tiene la mayor visibilidad en medios de prensa de todo el mundo: el Derby se transmite en 160 países y se estima que más de cien millones de personas lo siguen, si se suman televisión, streaming, redes sociales, así como medios escritos y digitales.

Además, el Derby genera alrededor de USD 400 millones de dólares para la ciudad de Louisville y el estado de Kentucky. Todo esto, entre gastos de turistas, venta de entradas, apuestas, merchandising, patrocinios y derechos de transmisión, así como eventos asociados. En términos de apuestas, el Derby jala para arriba y cada año se rompe el récord del año anterior. El 2025, solo en la carrera del Derby se apostó USD 234.4 millones, superando el récord del 2024 que fue de USD 210.7 millones. Y en toda la semana del Derby se jugaron USD 473.9 millones, frente a los USD 446.6 millones apostados en el 2024.

Y por si ello fuera poco, el Kentucky Derby es un fenómeno cultural sin parangón en los Estados Unidos y el mundo entero. Sinónimo de tradición y celebración de lo sureño, el Derby se alza como un festival de primavera, con símbolos casi rituales como el mint julep –la bebida oficial del Derby–, la canción My Old Kentucky Home –un verdadero himno regional–, los sombreros excéntricos, además de la famosa guirnalda de rosas. Asimismo, para muchos el Derby es un desfile de modas al aire libre, en donde la vestimenta, el outfit y la pose son tan o más importantes que la carrera misma. Mujeres en sundress o vestidos floreados, fascinadores en la cabeza y accesorios a la orden del día. Hombres en trajes coloridos, corbatas michi, sombreros tipo Panamá. También se dan cita celebridades, artistas, empresarios y políticos: desde presidentes hasta estrellas de Hollywood. Por otro lado, la semana del Derby convierte a Louisville en una fiesta desbordada: conciertos, desfiles, fuegos artificiales sobre el río Ohio, festivales gastronómicos y bailes de gala. Eso hace que el Derby sea el máximo orgullo del estado de Kentucky, el evento más importante del año y su mejor vitrina al mundo.

Una escalera interna conectaba la sala de prensa con las tribunas del Grandstand. Subir por sus peldaños era como entrar a una máquina del tiempo; parecían estar suprimidos todos los sonidos del exterior. La escalera desembocaba en un corredor lleno de vida: puestos de comida, bares, máquinas de apuestas. Gente por doquier, color rosa aquí y allá. A través de varias puertas dobles, se llegaba a las tribunas. La ubicación era aceptable para ser el fin de semana del Derby: a unos doscientos metros de la meta, con una excelente vista de ambas pistas y del Big Board, la pantalla gigante de alta definición de Churchill Downs. Había boxes de seis plazas, que se fueron poblando conforme avanzaban las horas. Sin embargo, los sitios asignados a la prensa estaban más arriba, detrás de las columnas. Me senté en uno de esos asientos, semejantes a carpeta de colegio, para ver la victoria de Fierceness en los 1700 metros del Alysheba Stakes. No se veía mal, pero se debía lidiar con unos pilotes largos y delgados, intercalados cada cinco o seis metros, que complicaban la visión. Había que procurarse una mejor alternativa.

Por suerte, la sala de prensa tenía un acceso directo a la pista de carrera. Me costó encontrarlo, de lo intrincado que era. Tuve que preguntar a los encargados de la propia sala y aun así debí seguir a unos fotógrafos y luego dejarme guiar por mi intuición, mientras atravesaba un túnel fuertemente iluminado. Realmente valió la pena. Llegué a una zona habilitada para que los propietarios de los caballos pudiesen ver las carreras lo más cerca posible. Apenas a unos cien metros de la meta, junto a la boca de acceso al Paddock. Pero lo mejor era la entrada a la propia pista de carrera, por la cual ingresaban los fotógrafos. Estaba custodiada por un agente de seguridad. Probé suerte y le mostré mi credencial. Ante mi sorpresa, me franqueó el paso. No tenía chaleco de fotógrafo, ni siquiera una cámara en la mano y ya estaba en la mismísima pista de Churchill Downs, en una posición inmejorable. Me acomodé lo más cerca que pude a la meta, pegado a la baranda exterior. Había otras personas como yo, entre periodistas, fotógrafos y personal del hipódromo. Nadie me dijo nada. Pude ver en primera fila la carrera estelar de las yeguas mayores, La Troienne Stakes, con la presencia de la campeona Thorpedo Anna, que llegó última. En verdad, eso era lo de menos. Había encontrado el lugar perfecto para ver tanto las Oaks como el Derby.

En términos hípicos, el Kentucky Derby es la primera etapa de la Triple Corona americana, que se completa con el Preakness y el Belmont Stakes. Pero el Derby es largamente la más importante de las tres. Se programa el primer sábado del mes de mayo y se corre sobre una distancia de 2000 metros en pista de arena. Técnicamente, es una prueba reservada para productos de tres años, lo que significa que pueden correr tanto potrillos como potrancas. Pero las potrancas no suelen ser inscritas en el Derby, al tener a su disposición las Oaks, carrera destinada exclusivamente para hembras y que se corre el día anterior.

Es muy difícil ganar el Derby. No solo porque se debe clasificar para tomar parte, según un sistema de puntajes por carreras previas. También porque, entre todas las competencias de élite que se corren en los Estados Unidos, el Derby es la que tiene el mayor número de participantes –veinte en total–, lo que implica un altísimo componente de azar y estrategia, por el intenso tráfico que se genera. Pero, por encima de todo, el Kentucky Derby es difícil de ganar porque un caballo solo puede correrlo una vez en su vida: cuando tiene tres años de edad. Si no pudo hacerlo por cualquier motivo o si lo corrió y lo perdió, no hay revancha posible. El Derby no da segundas oportunidades.

Para un potrillo, ganar el Kentucky Derby significa colocar su nombre al lado de verdaderos gigantes del turf, como Secretariat –considerado como el mejor caballo de carrera de todos los tiempos–, Sir Barton, War Admiral, Citation, Northern Dancer, Seattle Slew, Affirmed, Sunday Silence y los recientes triplecoronados American Pharoah y Justify. Además, la victoria en el Derby eleva exponencialmente el valor comercial del ejemplar ganador, que puede cotizarse por encima de los USD 50 millones. También se aprecian las cotizaciones del padrillo, la yegua madre y toda la familia del derbywinner. Amén por supuesto de lo que implica en el palmarés de sus conexiones: desde el jinete y preparador hasta el propietario y criador. El Kentucky Derby es, literalmente, un evento feliz que te cambia la vida para siempre.

Todos mis intentos por ingresar al Paddock, uno de los lugares más emblemáticos de Churchill Downs, habían sido infructuosos. Pese a que mi credencial decía expresamente Paddock Runway, los agentes de seguridad con los que me topaba en los accesos correspondientes me negaban sistemáticamente el paso. Debía tener un pin especial, me decían. Sin embargo, descubrí que si venía caminando desde la pista de carrera, por el túnel que la comunica con el Paddock, los controles se relajaban. Más aún si lo hacía con pasos firmes y decididos, como si fuese algo que hiciese todos los días. Así, pude colarme en el famoso Paddock, justo debajo de las Twin Spires.

Era una rotonda perfecta, con veinte pesebreras espaciosas y una calzada muy amplia que bordeaba un jardín central. Cada pesebrera contaba con su propio monitor en lo alto, aparte de los dos grandes tableros electrónicos ubicados en los extremos opuestos del Paddock. Se respiraba un ambiente electrizante. Los caballos que daban vueltas, el personal de seguridad encargado de contener a la gente. Los sombreros. Y, sobre todo, el nervio previo a la carrera. Vi personas tomándose fotos, varias de ellas muy avanzadas en tragos. Unas muchachas rubias en sendos vestidos rosados lanzaban gritos histéricos. También alcancé a ver a Bob Baffert ensillar a un ejemplar. Luego vinieron los jinetes y montaron a sus respectivas cabalgaduras. Salí caminando detrás de los caballos, junto con el resto de las personas. Pero cuando llegué a la pista de carrera, la habían cerrado con una tranca y resultaba imposible pasar. Comprendí que debía salir del Paddock antes de que lo hiciese el último caballo si quería ver la carrera en primera fila, parado en la pista. Felizmente me pasó aquí, pensé, y no en las Oaks. O en el Derby mismo.

A diferencia del Kentucky Derby, las Oaks están reservadas exclusivamente para potrancas de tres años, por lo que ningún potrillo puede correrla. Su nombre oficial es Kentucky Oaks y su concepción original estuvo inspirada en la no menos famosa Epsom Oaks, la carrera inglesa destinada para potrancas que se disputa un día antes del Epsom Derby. Las Kentucky Oaks se corren sobre 1800 metros, esto es, 200 metros menos que el Derby. Y, al igual que su par inglesa, se programa un día antes del Derby, el viernes previo al primer sábado de mayo de cada año. La potranca ganadora recibe también una guirnalda, pero no es de rosas sino de lirios o azucenas (“lilies”), conocida coloquialmente como “Lilies for the Fillies”, lirios para las potrancas.

Ahora bien, las Oaks tienen muy poco que envidiarle al Derby. Con más de cien mil asistentes, es la tercera carrera con mayor público en los Estados Unidos, solo superada por el Kentucky Derby y el Preakness Stakes, y muy por delante de pruebas tan icónicas como el Belmont o el Travers Stakes, e incluso la propia serie de la Breeders’ Cup. Además, las Oaks ejercen un gran poder de convocatoria: prácticamente la totalidad de los asistentes a Churchill Downs llevan puesto algo de color rosado, como una forma de sensibilizar la lucha contra el cáncer de mama y rendir homenaje a las mujeres que lo han enfrentado. Ello llega a su punto más emotivo con el Survivors Parade, un desfile que tiene lugar en la propia pista de carrera antes de la disputa de las Oaks y que está compuesto por mujeres que vencieron al cáncer, seleccionadas mediante convocatorias y nominaciones públicas.

El clima había ido empeorando. El sol tímido que nos acompañaba desde temprano desapareció y unas nubes cada vez más negras se apoderaban del horizonte. De pronto, tras correrse la décima carrera y cuando restaban unos cincuenta minutos para las Oaks, el cielo se cerró por completo y se desató un diluvio. Todas las instalaciones de Churchill Downs se vaciaron de inmediato. Por las pantallas se anunciaba el riesgo de una tormenta eléctrica y se urgía a todos guarecerse bajo techo. Corrí de regreso a la sala de prensa. Se habían hecho realidad los pronósticos de mal tiempo que veníamos escuchando desde días atrás.

Habremos estado encerrados en la sala de prensa una media hora, quizás más. No dejaba de ser una sensación ancestral, profundamente humana: la tribu refugiada en la caverna, ante las inclemencias de la naturaleza. Por momentos, creí que la reunión podía suspenderse y que las Oaks tendrían que reprogramarse. Sin embargo, la tormenta pasó relativamente pronto. Apareció el mismo sol timorato que habíamos tenido el resto del día y las pantallas anunciaron el levantamiento de las restricciones. Entonces decidí estirar las piernas. Quería respirar ese aire supuestamente renovado que deja la lluvia cuando escampa. Pero, al salir, vi lo que verdaderamente nos había dejado la tormenta. La pista de arena, el escenario de las Oaks, era ahora un lodazal.

Pensé que tal vez debía regresar a la sala de prensa y ver las Oaks en alguno de sus televisores de alta resolución, sin despeinarme, incluso tomándome una Coca Cola. Sin embargo, hice justamente lo contrario. Casi conteniendo la respiración, di unos pasos por esa ciénaga que era la pista de arena, lo más pegado posible a la baranda, la mano bien apoyada en ella. Quería llegar al lugar que había elegido más temprano, cuando todo estaba seco, para ver las Oaks en primera fila, parado al ras de la pista. Pero ahora la pista era un concierto de barro. No llevaba botas ni zapatos especiales y estaba echando a perder mis pantalones. Peor aún, podía resbalarme patas arriba en cualquier momento. Finalmente, llegué como buenamente pude. Me ubiqué al lado de un puñado de personas, entre periodistas, fotógrafos y personal del hipódromo. No quise correr más riesgos y me quedé ahí, a unos cien metros de la meta, justo antes del ingreso al Paddock. En pleno fango. Entonces comenzaron a llegar las potrancas que correrían las Oaks.

 

Las Oaks permiten un máximo de catorce participantes inscritas. Al igual que en el Derby, para clasificar las potrancas deben acumular puntos en carreras previas que van desde setiembre del año anterior hasta abril, un mes antes. Por ello, puede afirmarse que no hay carrera en todo el calendario clásico americano más importante para las potrancas que las Oaks. Pero, a diferencia del Kentucky Derby, que conforma la Triple Corona junto con el Preakness y el Belmont Stakes, no existe una Triple Corona para las hembras.

Junto con el Derby, las Oaks se corren ininterrumpidamente desde 1875. A lo largo de sus 151 años de historia, su cuadro de honor registra brillantes ganadoras. Destaca Rachel Alexandra, que ganó las Oaks por más de veinte cuerpos y luego derrotó a los machos en el Preakness. También Rags To Riches, que tras ganar las Oaks venció al campeón Curlin en el Belmont. Y siguen nombres como los de Open Mind, Ashado, Monomoy Girl, Untapable y Thorpedo Anna, Caballo del Año 2024. Este año 2025, todos los ojos estaban puestos en la gran favorita Good Cheer, una hija de Medaglia D’Oro, que defendía las sedas del Godolphin y que estaba invicta en seis presentaciones.

Good Cheer era una castaña con un rayo blanco que le atravesaba la frente. La vi pasar a mi lado, tomada de la brida por dos vareadores, mientras la llevaban a ensillar. No intenté seguirla. Ni a ella ni al resto de las potrancas, que desaparecían una tras otra por el túnel que comunicaba la pista de carrera con la rotonda del Paddock. Permanecí parado sobre mi sitio, bien pegado a la baranda, junto con los demás periodistas. Pude ver cómo un tractor colocó el partidor tan solo a unos cien metros de donde nos encontrábamos. Al poco rato, llegaron los ponis escolta, montados por jinetes con casacas de un rosado muy tenue. Se ubicaron a mi costado y yo pensaba que cualquiera de ellos podría soltarme una coz. Entonces volvieron a salir las potrancas a la pista, esta vez montadas por sus respectivos jockeys. Cada poni escolta fue a buscar a una potranca diferente. Comenzaba el Post Parade, el desfile previo a la carrera. Observé detenidamente a todas las participantes. Volví a ver a Good Cheer. Le habían puesto unas anteojeras blancas, que le cubrían por completo el rayo de la frente. Su favoritismo era abrumador: pagaba en la proporción de 6 a 5. Ni en el Kentucky Derby había un favorito tan cantado como ella.

A la hora de la verdad, Good Cheer fue una exhalación. La largada se dio en medio del timbrazo sonoro del partidor y un estruendo general en todo Churchill Downs. Los que estábamos al ras de la pista nos acuclillamos, para no tapar la visibilidad de quienes teníamos detrás. Vi al pelotón de potrancas acercarse, antes de pasar por primera vez frente a la meta. Incluso hice algunas tomas con la cámara de mi celular. Good Cheer se colocó a medio grupo, a unos cinco cuerpos de las punteras. Luego tuve que seguirla por la pantalla gigante. La ubicaba sin problemas, por los colores azules del Godolphin y las anteojeras blancas. En la recta opuesta mantuvo su ritmo y al girar la última curva ya se había colocado a tiro; entró al derecho por fuera de todas, cubierta por completo de barro. Volví a mirar la pista. Good Cheer dominó sin oposición a sus rivales y comenzó a separarse, a la par que las tribunas enloquecían. Cruzó la meta con tres cuerpos de ventaja, mientras las demás llegaban regadas. Qué rica potranca, pensé. Invicta, sólida y lujosa. Por muy lejos, la mejor.

Cuando regresó Good Cheer, todos los fotógrafos y hombres de prensa nos habíamos apostado en la pista de césped, frente al círculo de vencedores. Para llegar ahí, tuve que cruzar transversalmente la pista de arena y vérmelas con el fango, los charcos de agua, el barro y el lodo. Pero la vista era magnífica: un Churchill Downs con las tribunas abarrotadas, completamente de rosa. La vi a Good Cheer dando vueltas, con la guirnalda de lirios colocada en la cruz y el jinete panameño Luis Sáez en lomos. Una nube de fotógrafos, allegados y curiosos la rodeaba. Alcancé a distinguir a Brad Cox, el joven preparador de Good Cheer, con una gorrita en la cabeza. Dejé de prestarles atención y alcé los ojos al cielo de Louisville, cargado de nubes negras. El pronóstico no era nada alentador para el día siguiente, el Derby Day. Aun así, yo esperaba que saliese un sol radiante y esplendoroso.

Desde el año 2013, se implementó un sistema de clasificación para correr el Kentucky Derby basado en puntos. Se le denomina Road to the Kentucky Derby. O, lo que es lo mismo, la ruta al Derby. Está compuesto por una serie de carreras selectivas que se dividen en varias etapas y que otorgan puntaje a los cinco primeros lugares, el cual varía en función a la importancia de la carrera y a cuán cercano en el tiempo se encuentre el Derby. Las carreras selectivas se disputan en su amplísima mayoría en los Estados Unidos (la ruta americana), entre las que destacan el Florida Derby y el Santa Anita Derby, que otorgan 100 puntos al ganador. Pero también hay carreras selectivas en Japón (la llamada ruta japonesa), así como en países como Emiratos Árabes Unidos, Inglaterra, Irlanda y Francia, que se nuclean en la ruta Europa/Medio Oriente y cuya máxima prueba es el UAE Derby, con 100 puntos al primero.

Si se toma en cuenta que el Kentucky Derby solo tiene veinte plazas disponibles (así como dos suplentes), un potrillo debe totalizar 50 puntos o más para tener garantizado un lugar en el partidor. Entre 40 y 49 puntos, las posibilidades de tomar parte en el Derby son muy altas, aunque siempre podría haber sobresaltos. Pero con menos de 40 puntos, el potrillo estará en la famosa “bubble” o burbuja, a la espera de la deserción de alguno de los titulares, generalmente por lesión. Sin embargo, estas cifras son relativas y pueden variar de un año a otro. Por ejemplo, el potrillo Rich Strike fue inscrito como suplente en el Derby del 2022, tan solo con 21 puntos. Ante el retiro a último minuto del titular Ethereal Road, Rich Strike entró en la nómina oficial un día antes y terminó ganando de atropellada, dando una tremenda sorpresa.

La mañana del sábado, el día del Kentucky Derby, amaneció mucho peor de lo esperado. El cielo estaba completamente encapotado y llovía sin misericordia. Era una lluvia tenaz, intolerante con los peatones, que dejaba charcos y lagunas por todas partes. Llegué muy temprano al Kentucky Expo Center, para aprovechar el servicio de buses que iban a Churchill Downs. Quería instalarme a primera hora en la sala de prensa. Bajo una cortina de agua, subí al primer bus disponible. Iba repleto de gente cuando partió rumbo al hipódromo. La lluvia seguía golpeando las lunas del vehículo mientras surcaba las calles de un Louisville fantasmal. Las esperanzas de tener un día luminoso y despejado, incluso la ilusión de ver reaparecer el tímido sol del viernes, estaban perdidas de antemano.

Al llegar a Churchill Downs, la situación no había mejorado. La lluvia arreciaba. Y, a diferencia del día anterior, esta vez yo llevaba una mochila al hombro, por lo que me tocó hacer la cola para el registro de seguridad correspondiente. Aguanté la lluvia sin chistar, mientras la cola avanzaba a paso de procesión. Lamenté no tener a la mano uno de esos impermeables o ponchos de plástico que llevaban otras personas, o una capucha para cubrirme la cabeza. Y era imposible pensar en un paraguas: están estrictamente prohibidos en Churchill Downs durante la semana del Derby.

Una vez dentro, me fui directo a la sala de prensa. El día era tan oscuro que no parecía que recién estuviese despuntando la mañana: todo tenía un aspecto crepuscular, casi lúgubre. Crucé el patio central, plagado de charcas y pozas de agua. En uno de los puestos ubicados al paso, cubierto por unos plásticos transparentes, compré al vuelo el Daily Racing Form. Luego entré a la sala de prensa. Tal como me temía, la encontré reventando de periodistas, camarógrafos y fotógrafos. De bote a bote. Había una fuerte presencia de periodistas japoneses: venían a cubrir la participación de Luxor Café y Admire Daytona, los dos potrillos provenientes de Japón que corrían el Derby. Tomé el programa oficial. La carátula era celeste y tenía una representación pictórica de los caballos al pasar por la primera curva, con las Twin Spires de fondo. Luego busqué dónde sentarme. De milagro, encontré disponible el mismo sitio que había usado el día anterior. Me dejé caer sobre la silla. Pese a la lluvia y al mal tiempo, estaba listo para empezar el Derby Day.

El favorito en el Kentucky Derby 2025 era el potrillo Journalism. Se trataba de un hijo de Curlin, que llegaba con un palmarés impresionante, fruto de una corta campaña en California. Bajo la preparación de Michael McCarthy, Journalism ganó cuatro de cinco carreras, incluyendo el San Felipe Stakes y el Santa Anita Derby, este último tras superar problemas en el recorrido. Si bien no contaba con un favoritismo aplastante como el de Good Cheer en las Oaks, Journalism aparecía claramente como el potrillo a vencer.

La única duda era si el hijo de Curlin podría superar los problemas de tráfico que inevitablemente surgen con veinte competidores en la pista. En sus últimas actuaciones, Journalism había enfrentado apenas cuatro rivales en cada carrera. Ahora le plantarían cara diecinueve potrillos. Pero se confiaba en que su jinete Umberto Rispoli, jockey italiano afincado hacía cinco años en Estados Unidos, pudiese guiarlo sin problemas hacia la victoria en el Derby.

Continuaba ingresando el público a Churchill Downs y todos trataban de ponerse a buen recaudo de la lluvia lo más pronto posible. Yo me había parado en la puerta del Parlay que daba al patio central, frente al Museo del Kentucky Derby. El Museo se encontraba cerrado: suele estarlo durante la semana del Derby. Pero su tienda oficial estaba abierta. La gente caminaba con prisa: llevaban capuchas, impermeables, cubiertas de plástico. Muchas personas entraban a la tienda del Museo. Yo dudaba entre regresar a mi sitio en la sala de prensa o cruzar bajo esa ducha inopinada que me separaba de la tienda. Al final, en dos saltos apurados crucé.

Es impresionante toda la parafernalia que gira en torno al Kentucky Derby. Si bien es cierto que nadie les gana a los americanos en marketing, lo que vi realmente superó mis expectativas. Sombreros y fascinadores de diversos estilos, desde los clásicos y refinados hasta los más rimbombantes. Corbatas, pañuelos, boinas y bolsos con diseños de rosas. Camisas, chaquetas, vestidos floreados y polerones con el logo del Derby, así como estampados temáticos. Vasos conmemorativos. Copas grabadas. El póster oficial, coleccionable año tras año. Libros, revistas, postales, láminas históricas y fotos autografiadas. Réplicas del trofeo del Derby. DVDs y documentales. Pero había más. Peluches para niños, juegos infantiles, rompecabezas temáticos. Mantas, cojines y vajilla decorativa. Productos ecuestres, artículos de cuero y fustas. Botas de jinete. Aparte de llaveros, pines, souvenirs, magnetos, tazas y vinchas. Hasta productos para mascotas. Debe ser, largamente, uno de los catálogos en merchandising más variados del deporte mundial.

Al dejar la tienda, medio aturdido aún, comprobé que había cesado la lluvia. El cielo seguía nublado, pero al menos era una tregua. Fui a dar una vuelta y explorar Churchill Downs. Pese al mal tiempo, cada vez llegaba más y más gente. Se notaba que era el Derby Day: los trajes encopetados de los hombres, los vestidos fragantes de las mujeres, los sombreros. Rodeé el edificio semicircular del Paddock y llegué a la estatua de Aristides, frente a la puerta de acceso general, apenas unos metros fuera del hipódromo. Es una estatua de bronce que representa a un purasangre al galope, ligeramente más grande que el tamaño natural. Los recién llegados se tomaban fotos con ella, incluso formaban cola. Luego supe que originalmente estaba en los jardines del Clubhouse. Pero su ubicación actual la hacía lucir mucho mejor. Ahora es la primera atracción turística con la que se encuentran los visitantes de Churchill Downs.

El gran rival del favorito Journalism se llamaba Sovereignty, un potrillo muy serio que defendía las sedas del Godolphin. Eran los mismos colores de Good Cheer, de propiedad del Sheikh Mohammed bin Rashid Al Maktoum, primer ministro y gobernador de Dubái. Bastaba revisar la campaña previa de Sovereignty para calibrar la opción que aportaba. A diferencia de Journalism, Sovereignty ya conocía la pista de Churchill Downs: a fines de octubre, derrotó a Tiztastic y Sandman, ambos también presentes en el Derby. Su preparador Bill Mott decidió entonces llevarlo con calma. Cuatro meses después, Sovereignty reapareció ganando el Fountain of Youth Stakes. A renglón seguido llegó segundo en el Florida Derby, una carrera sin desarrollo aparente pero que le sirvió para ponerse a punto de cara al Kentucky Derby.

El consenso general era que Sovereignty llegaba a la distancia y tenía pulmón para regalar. Sin embargo, al igual que Journalism, podía encontrar problemas de tráfico. Pero había factores que jugaban a su favor. Por un lado, regresaba a las manos de su jinete habitual, el venezolano Junior Alvarado. Y, por otro lado, estaba el hecho de que el Derby se correría fuerte desde la partida, lo que abriría camino a su potente atropellada.

Frente al Museo, justo al lado del Parlay, comienza el Starting Gate Pavillion. Es la parte de las tribunas que se levantan muy cerca de la última curva, al inicio de la recta final, con una vista inmejorable del partidor en el Derby. Dispuesto a caminar hasta donde me lo permitiesen, me aventuré por ahí. Crucé sin problemas los puntos de control y me fui directo hacia la pista de carrera. La lluvia había hecho estragos. La pista brillaba por el agua; todo lo demás estaba mojado y resbaladizo. Incluso los asientos verdes de la explanada. Lo peor era que el cielo seguía cargado de nubes negras: volvería a llover en cualquier momento. Al otro lado de la pista, vi el infield, lo que vendría a ser la pelouse. Le pregunté cómo llegar a uno de los encargados de seguridad. Me dijo que debía regresar al Grandstand y cruzar el túnel que corre bajo la pista de carrera.

No me costó trabajo encontrar el túnel. El acceso era libre, nadie me pidió credencial alguna. Caminé a través de un pasadizo subterráneo relativamente angosto, pero bien iluminado. Una vez en el infield, miré a derecha e izquierda. No sabía por dónde empezar; parecía un gran parque de atracciones a cielo abierto. Comencé por las graderías portátiles frente a la pista de carrera, muy cerca de la curva final. Las llaman Turf Bleachers. Subí por unas escaleras medio temblorosas, con charcos de agua en sus escalones. Si me caía, no la contaba. Pero al llegar arriba y ubicarme de pie en alguno de los asientos disponibles, la vista de Churchill Downs pagó con creces el riesgo. Las Twin Spires como marco, las tribunas sostenidas por pilotes o columnas, la gente que empezaba a abarrotar las instalaciones. Y no solo eso. Desde aquella ubicación, se tenía una vista privilegiada de la última curva. Subí a lo más alto: también se veía la recta opuesta. Era tan buena la vista, tan diferente, que me propuse regresar más tarde para ver al menos una carrera desde ahí.

Seguí andando por el infield. Al llegar mucho más cerca de la meta, una pareja elegante me adelantó. Los dos iban muy perfumados y se dirigieron hacia unas instalaciones levantadas frente a la pista. Subieron por las escaleras. Yo también lo hice, de puro curioso. Se trataba de una suerte de suites privadas, para grupos grandes de personas y con balcones que daban a la pista de carrera. Aún era temprano y varias de las suites estaban desocupadas. Pero, en todas ellas, el personal de servicio ya se encontraba trabajando: cocineros, mozos, anfitriones. Dudé unos minutos. Luego entré a una de las suites que estaba libre. Saludé al personal, como si me esperasen. Pasé por un comedor con fuentes de comida, barra de tragos y un ramo de rosas rojas en cada mesa. Tras cruzar unas mamparas de vidrio, llegué al área del balcón. Tenía hasta tres niveles, cada nivel con su respectivo estante para colocar platos, vasos o copas. El suelo había sido cubierto por una alfombra verde. Y, al frente, un primer plano magnífico del círculo de vencedores, la pista y las tribunas. Incluso aproveché para presenciar desde ahí la llegada de la segunda o tercera carrera del programa. Mucho más tarde, me enteré de que había estado en una de las llamadas Turf Suites, con capacidad individual para 80 invitados, todo incluido y con precios desde USD 275,000 dólares por el derecho de usarlas durante una determinada cantidad de años.

Después, di una larga vuelta por el campo del infield. Me embarré los zapatos miserablemente mientras iba hacia la zona desde la que se puede apreciar en toda su extensión el First Turn Club, esa nueva tribuna levantada detrás de la primera curva. Algunas personas habían traído sus propias sillas y estaban sentadas frente a la pista de carrera, cubiertas por impermeables de plástico. También vi una camioneta Ford colocada sobre un estrado. Regresé por donde vine. En uno de los baños, traté de limpiar mis zapatos. Luego seguí caminando. Había máquinas de apuestas, concesionarios de comidas y bebidas, incluso una feria con tiendas de ropa y productos varios. Al fondo se alzaba un estrado colosal, listo para el desarrollo de algún concierto. Desistí de acercarme por los charcos de agua y el césped crecido. Volví mis pasos hacia los Turf Bleachers, las graderías portátiles que visité cuando recién llegué al infield. Se iba a correr la siguiente carrera y quería verla desde aquella ubicación privilegiada.

Uno de los participantes del Derby que mayor carisma tenía era el tordillo Sandman. Dueño de un biotipo impresionante, Sandman había sido adquirido en más de un millón de dólares, debido a su estupendo pedigrí: hijo del jefe de raza Tapit y familia directa de Mystic Guide, ganador de la Dubai World Cup. Si a ello se le sumaba su pelaje blanco, tan llamativo, la combinación resultaba perfecta para atraer todas las miradas. Pero no solo se trataba de sangre y físico. Sandman poseía una campaña que lo respaldaba. Tercero en el Street Sense y en el Rebel Stakes, segundo en el Southwest Stakes y ganador del Arkansas Derby, Sandman era el típico potrillo al que le faltaba distancia y atropellaba tarde, comiéndose la cancha en los últimos metros. Ahora, en los 2000 metros del Kentucky Derby, el hijo de Tapit podía sentirse cómodo y pasar de largo.

No obstante, el problema de Sandman era el mismo de Sovereignty y, en cierta medida, del propio Journalism. Con tantos potrillos en la partida, podía enredarse en los primeros tramos, ser estorbado y quedar mal barajado. Se temía que su atropellada apareciese cuando ya todo estuviese decidido. Pese a ello, sus parciales confiaban ciegamente en el tordillo. Si había un desarrollo violento, Sandman los pillaba al final.

Tras salir del infield, me dirigí al flamante First Turn Club. Crucé las instalaciones del Granstand y salí por las puertas de acceso del Clubhouse. A esa hora del día, poco antes de la una de la tarde, Churchill Downs ya era un loquerío. Gente por todas partes, vestidos floreados, sombreros extravagantes. Me abrí paso entre la multitud. Al poco rato, tenía al frente a la reluciente construcción del First Turn Club, con un techo voladizo que protegía sus tribunas de cualquier amenaza de lluvia. Mi primera impresión fue que se trataba de un despropósito. ¿A quién se le ocurre levantar semejante tribuna justo al frente de una curva? ¿Quién en su sano juicio pagaría una entrada –carísima, además– para no tener un ángulo favorable de la meta? Más allá de que Churchill Downs es una pequeña ciudad en permanente construcción –están pensando ahora en unas terrazas en el infield–, esta vez me pareció que con el First Turn Club se les había ido la mano.

Mostré mi credencial y entré sin problemas. Subí por unas escaleras mecánicas larguísimas, a través de un espacio semiabierto por el que corría un viento helado. Cuando llegué arriba, tuve que tragarme mis palabras. La vista era espectacular. Visto desde ese ángulo, Churchill Downs parecía un coliseo romano moderno, con las tribunas del Grandstand y las Twin Spires a un lado, y al otro el óvalo perfecto de la pista en su total dimensión. En todos los años que llevo como aficionado hípico, no había visto jamás algo semejante. Si bien no tenía un buen ángulo en relación con la línea de meta, ello era compensado con la visión panorámica y completamente inusual para un hipódromo que ofrecía el First Turn Club: como si fuese un estadio circular, visto desde las tribunas populares. Tanto así, que me quedé a ver la siguiente carrera. Fue una experiencia diferente y una lección de modestia, igual que si viese por primera vez una competencia hípica. Y si tomamos en cuenta que el Kentucky Derby es mucho más que una carrera de caballos, podemos concluir que la construcción del First Turn Club no solo está justificada: es una idea brillante.

 

***

 

Junto con el Prix de l’Arc de Triomphe en Francia, el Kentucky Derby es una de las pocas carreras estelares que la poderosa hípica japonesa aún no ha podido conquistar. Pero cada vez está más cerca de lograrlo: con Forever Young llegaron terceros en el Derby del 2024, apenas a media cabeza. Es tanto el entusiasmo mostrado que, desde el año 2017, se incluyó como parte del Road to the Kentucky Derby a la denominada ruta japonesa. Se trata de una serie de pruebas selectivas que se corren exclusivamente en Japón y que otorgan un cupo para el Derby. No obstante, los japoneses suelen enviar hasta dos representantes al Kentucky Derby, al competir también –y con singular éxito– en el UAE Derby, que forma parte de la ruta Europa/Medio Oriente.

Este año, Japón volvía a hacerse presente en el Derby con dos participantes: Luxor Café y Admire Daytona. Si bien ninguno de los dos tenía los pergaminos de Forever Young –que llegó invicto al Derby del año pasado–, había que verlos con respeto. Luxor Café venía de obtener cuatro triunfos consecutivos, incluyendo una impresionante victoria por cinco cuerpos en el Fukuryu Stakes. Se trataba de la principal carta nipona y llevaba la monta del experimentado jinete brasileño Joao Moreira, con campaña en Hong Kong y Japón. Por su parte, Admire Daytona había ganado el UAE Derby en Dubái, al derrotar por nariz al potrillo inglés Heart of Honor. Pero quizás el mejor activo de Admire Daytona era la monta del jinete francés Christophe Lemaire, estrella de la fusta en los hipódromos nipones, quien participaba por tercera vez en el Derby. Todo estaba listo para un nuevo intento. ¿Sería esta vez, por fin, la vencida para Japón en la Carrera de las Rosas?

Mi credencial tenía una letra O mayúscula, color blanco sobre fondo naranja. Según el reverso, eso me daba acceso a la mezzanine del sétimo piso, en el rooftop del Clubhouse. Al volver del First Turn Club, rumbo a la sala de prensa, supuse que sería una buena idea buscar ese rooftop. Miré la hora. Eran poco más de las dos de la tarde y el Derby estaba programado para las 7:02pm. Tenía tiempo de sobra. Y, si se largaba a llover, al menos estaría bajo techo.

En el camino al Clubhouse habían colocado un arreglo floral para tomarse fotos. Del tamaño de una pared, estaba hecho de rosas rojas y tenía tanto el logo de Ford como del Kentucky Derby: una rosa rodeada por una herradura. Su éxito era rotundo. Muchísimas personas hacían cola y varias cámaras profesionales en trípodes estaban listas para retratar a las celebridades que llegasen. Reanudé el paso. Un mar de gente se desplazaba por todas partes y no resultaba fácil caminar. Me llamó la atención un hombre vestido con un terno verde, que compensaba su estatura pequeña con un sombrero estrafalario que ascendía en espirales hacia el cielo, sembrado de flores, muñequitos y animalitos. Varios lo detenían para tomarse fotos con él. Antes de llegar al edificio del Clubhouse, descubrí la estatua del jinete Pat Day, tamaño natural, los brazos extendidos al cielo, sobre un pedestal.

Una vez dentro, nadie supo darme razón dónde quedaba el rooftop, mucho menos la mezzanine del sétimo piso. El uso de los ascensores estaba restringido y era tal la cantidad de personas que esperaban en fila, que desanimaba intentarlo. Me quedé dando vueltas al interior del Clubhouse. Tenía la impresión de haber ingresado a los salones y pasillos de una fiesta de carnavales. El hall central estaba repleto de personas que iban y venían. Mujeres vestidas como para bailar charlestón. Hombres con sacos colgantes de colores chillones y ternos estridentes. Incluso llegué a ver un terno con estampados de caballos y fondo celeste pastel: la libertad americana lo permite todo. En el siguiente nivel, había música en vivo y mesas a discreción. A nadie parecía importarle las carreras. El día del Derby, Churchill Downs se convierte en un gigantesco y multimillonario complejo de restaurantes, bares y palcos, un mega evento social en donde la hípica y los caballos pueden llegar a ser apenas un decorado adicional, tan exótico como esnob.

Entre los participantes del Derby, había uno que tenía una historia especial. Su nombre era Coal Battle y estaba pagando en la proporción de 30 por 1. A diferencia de los lujosos pedigrís de sus rivales de turno, Coal Battle exhibía un linaje más bien modesto para los cánones del Derby. Pero su destape vino en las pistas. Tras ganarse varias carreras en Luisiana y Oklahoma, Coal Battle se impuso en el Smarty Jones y en el Rebel Stakes, en donde adelantó a potrillos como Madaket Road y al propio Sandman, que apuntaban al Derby. Coal Battle cerró sus carreras previas con un tercer puesto en el exigente Arkansas Derby y un total de 95 puntos en la clasificación general.

Ciertamente, no era un encargo fácil. Se dudaba que Coal Battle pudiese respirar los 2000 metros del Derby; su pedigrí tampoco lo respaldaba. Pero nunca nada había sido sencillo para Coal Battle y estaba presente por mérito propio. Había que darle crédito, más aún si llevaba la monta del jinete peruano Juan Pablo Vargas, quien lo había corrido en casi toda su campaña.

Antes de regresar al Parlay, me detuve en un puesto de bebidas a la salida del Clubhouse, muy cerca del Paddock. Lo atendía una muchacha rubia, alta y de piel extremadamente blanca. Llevaba un vestido rojo, estilo pradera, con un escote mucho más sugestivo que generoso, del que colgaba un pin con su nombre: Adelyn. Me miró con sus ojazos celestes. Parecía la típica Southern belle de la literatura norteamericana. Una Melanie Hamilton blonda y angelical, que sonreía y preguntaba con voz suave y susurrante si no deseaba uno de sus mint juleps.

El mint julep es el cóctel oficial del Kentucky Derby, así como una de las tradiciones sureñas que más se asocian con la Carrera de las Rosas. Se cree que la costumbre de servirlo en Churchill Downs se remonta hacia el año 1930, probablemente a iniciativa del célebre Matt Winn. Hecho a base de bourbon, hojas de menta, jarabe y hielo picado, el mint julep se sirve tradicionalmente en un vaso de plata muy frío, con escarcha en los bordes. Pero en Churchill Downs es servido por lo general en vasos de vidrio coleccionables, e incluso en vasitos de plástico. Se estima que se consumen entre 130 000 y 150 000 mint juleps el fin de semana del Derby. El precio estándar este año había sido fijado en 22 dólares. Aunque también vendían un mint julep premium, servido en copas bañadas en oro y con sorbetes de plata, elaborado con menta irlandesa, hielo de los Alpes bávaros y azúcar de Australia. Su precio era de mil dólares y los fondos recaudados se destinaban a programas de recolocación de purasangres retirados.

Felizmente, los mint juleps que vendía Adelyn eran los estándares. Porque si me hubiese ofrecido uno premium, igual se lo compraba. Me llevé a los labios el vaso de plástico que Adelyn puso sobre el estante. Sentí el golpe seco del bourbon y luego un sabor abiertamente vegetal, producto de las hojas de menta. Era un trago potente y refrescante a la vez, un ejemplo clásico de gusto adquirido. Adelyn me miraba y sonreía, mientras yo seguía turbado por su vestido rojo encendido y sus hombros pequeños y níveos. Al terminar el mint julep, Adelyn me preguntó si no deseaba otro. Volví a ver su vestido y sus ojazos de belleza sureña. Recordé las cuatrocientas rosas rojas que esperaban por el ganador del Derby. Entonces le dije que sí, que por supuesto. Otro mint julep, por favor.

Varios potrillos más llegaban al Derby con pergaminos suficientes para reclamar el triunfo. Uno de ellos era Burnham Square, con una sólida campaña que registraba victorias en el Blue Grass y el Holy Bull Stakes, así como un cuarto puesto de Sovereignty en el Fountain of Youth Stakes. Con ello, totalizó 130 puntos y era el líder absoluto de la clasificación al Derby. También tenía partidarios Tiztastic, que venía de imponerse con autoridad en el Louisiana Derby y que había sabido medirse con los bravos sin desentonar.  Otro potrillo con pretensiones era Citizen Bull, el campeón juvenil del año pasado. Dueño de unas velocidades innatas, se daba por descontado que sería el puntero del Derby y que saldría a imponer condiciones desde la partida.

Pero junto a ellos, se alineaba en el partidor Baeza. Era un potrillo poco corrido, que no había logrado el puntaje necesario para clasificar directamente al Derby. Baeza estuvo en la burbuja, inscrito como suplente, hasta dos días antes de la carrera. Se le abrieron las puertas cuando se anunció la baja del cotizado Rodriguez. La gran ventaja de Baeza era que se trataba de un juvenil en ascenso, con mucha proyección. Venía de escoltar al propio Journalism en el Santa Anita Derby y sería conducido por el jockey francés Flavien Prat, recientemente galardonado con el premio Eclipse al mejor jinete en la temporada 2024.

Faltaba una hora para el Derby y yo estaba parado en primera fila, al ras de la pista, junto al túnel que la conecta con el Paddock. Exactamente, en el mismo lugar estratégico en el que estuve el viernes, cuando se corrieron las Oaks. El Derby era la siguiente carrera. Varias personas, entre periodistas y personal de Churchill Downs, se habían colocado a mi lado Todos aguardábamos el Walkover, ese famoso paseo de los caballos participantes y sus propietarios, cuando vienen caminando desde la zona de los establos por la pista de carrera. Tenía planeado aprovechar el desbarajuste que se arma en ese momento para ingresar junto con todos ellos al Paddock. Una vez ahí, me quedaría en la parte externa, sin entrar a la rotonda. Y, apenas los caballos saliesen al Post Parade, montados por sus jinetes, yo saldría con los primeros ejemplares, y volvería a ubicarme al ras de la pista. De esta manera, vería todo lo que sucediese en el Paddock y presenciaría el Derby en primera fila. Era un plan estudiado y probado in situ, con la experiencia previa de las Oaks. Sin fisuras, quería creer.

La pista seguía siendo un lodazal, incluso peor que el día anterior. Mientras esperaba que llegase la procesión del Walkover, una delegación de la Armada americana pasó a mi costado, llevando el trofeo del Kentucky Derby y la guirnalda de rosas. El trofeo era sostenido en brazos por un oficial. La guirnalda con las cuatrocientas rosas había sido desplegada cuan larga era sobre una tarima, que cargaban en andas. Cruzaron la pista de arena y se dirigieron al círculo de vencedores, detrás de la pista de césped. Entonces empezó a llover.

Por momentos, pensé en resistir bajo la lluvia. Pero, a diferencia de otras personas a mi lado, no llevaba impermeable ni capucha de plástico. Ni siquiera contaba con una gorrita para cubrirme la cabeza. Quise refugiarme en el túnel del Paddock. Sin embargo, ante la inminencia del Derby, se habían redoblado los controles y no me dejaron ingresar. Varios agentes de seguridad cerraban esta vez el paso a tirios y troyanos. En particular, había una vigilante mujer, una señora bajita y de mirada fulminante, que me tenía entre ceja y ceja. Era implacable como cancerbera y no dejaba pasar a nadie, mucho menos a mí. De pronto, comenzó el Walkover. Los caballos aparecieron a la altura de la primera curva, rodeados por decenas de personas. Venían todos hacia el Paddock, mientras sonaba música variada por los altoparlantes del hipódromo. Era mi oportunidad. En medio del desorden general, me uní a la procesión de sombreros, cobertores para lluvia y zapatos embarrados que seguían a los caballos, rumbo al Paddock. Cuando ya estaba por entrar, la cancerbera bajita volvió a detenerme. Por más que le expliqué que era periodista, que tenía mi credencial, que debía escribir una crónica, no dio su brazo a torcer. Lo peor era que estaba completamente empapado; la lluvia apretaba y no daba visos de parar.

Sopesé mi situación. No tenía forma de ingresar al Paddock, por lo que no podría ver ensillar a los caballos. También me perdería el famoso Riders’ Up, el llamado a montar a los jinetes que efectúa alguna celebridad, a cargo esta vez de la atleta Simone Biles. Debía al menos salvar el Derby. Si permanecía donde estaba, parado en la pista de carrera para conservar mi sitio en primera fila, pescaba una neumonía bajo ese aguacero feroz. Y si regresaba a la sala de prensa, cerrarían el acceso a la pista y perdería mi ubicación privilegiada. Además, por supuesto, del riesgo de resbalarme delante de todo Churchill Downs. Recuerdo que daba vueltas y más vueltas, como animal enjaulado, mientras transmitían las imágenes del Paddock por las pantallas gigantes del hipódromo. Desesperado por no perder mi sitio, iba a la pista, me mojaba por completo, regresaba bajo techo y luego volvía nuevamente a la pista. Mis zapatos daban pena, de lo enlodados que andaban. Miraba la hora: los minutos para la partida se hacían eternos. Cuando estuve a punto de rendirme y regresar a la sala de prensa, mojado como un pollo, de pronto no sentí más la lluvia. Elevé mis manos al cielo: nada. No podía creerlo. Había escampado. Entonces comenzaron a sonar las notas de My Old Kentucky Home.

Pocas tradiciones del Kentucky Derby son tan emotivas y esperadas como My Old Kentucky Home. La canción es interpretada por la banda de música de la Universidad de Louisville, mientras los caballos ingresan a la pista de carrera montados por sus respectivos jinetes. Las notas musicales se entonan justo antes del inicio del Post Parade: el desfile de los participantes frente a las tribunas, rumbo al partidor. Puede decirse que es el momento culmen previo al Derby, ante la inminencia de la largada. Pero la carga simbólica de la canción va mucho más allá de la carrera misma.

Escrita en 1852 por el compositor Stephen Foster, My Old Kentucky Home es una balada dulzona, inspirada en la novela La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe. Con un tono melancólico, narra la historia de un esclavo afroamericano que se ve forzado a abandonar la plantación donde ha vivido toda su vida y recuerda con nostalgia su viejo hogar en Kentucky. La pieza gozó de una enorme popularidad desde su lanzamiento, la misma que se mantiene hasta hoy. No exenta de críticas por su representación romántica del viejo Sur esclavista y su ambigüedad en lo racial, My Old Kentucky Home se ha convertido en un emblema del orgullo sureño, la nostalgia por el hogar y el arraigo a la tierra, así como la identidad cultural. Y, desde 1928, es la canción oficial del estado de Kentucky.

No está del todo claro cuándo se inició la tradición de interpretar My Old Kentucky Home en Churchill Downs, justo antes del Kentucky Derby. Por reportes de los diarios de la época, se cree que fue en 1929 y debió ser otra idea feliz del brillante Matt Winn. De lo que no cabe duda es del impacto que tiene My Old Kentucky Home cuando sus notas comienzan a sonar el día del Derby. El hipódromo se paraliza, se hace un silencio reverencial y el público se pone de pie. Churchill Downs entero entona la melodía. Y la emoción es tan grande, que muchas personas no pueden contener las lágrimas.

Los caballos aparecieron en la pista de carrera, mientras las tribunas continuaban cantando las estrofas de My Old Kentucky Home. La estampa era por demás potente. Un Churchill Downs entregado, bajo el cielo cubierto de nubes. La pista, una piscina de barro. Los veinte potrillos participantes del Derby caminando en fila india, uno detrás del otro. Y la amenaza latente de un nuevo chubasco en cualquier momento. Yo había vuelto a mi ubicación privilegiada, parado en primera fila en la pista de carrera, junto al acceso al Paddock. A cien metros de la meta y a trescientos del partidor, que colocaron en el extremo izquierdo de la recta final. En medio de un griterío general, hurras y vítores, comenzó el Post Parade. Los caballos se dirigieron primero hacia la meta, dieron una vuelta en U y luego enrumbaron con dirección al partidor, pasando delante de todas las tribunas. Apenas a diez metros de mis narices.

Como manda la tradición en el Post Parade, cada caballo iba acompañado de su respectivo poni escolta. A diferencia de las Oaks, esta vez los jinetes de los ponis escolta vestían casacas negras, con el logo del Kentucky Derby en la espalda. El lote lo encabezaba Citizen Bull, el probable puntero de la carrera, con el número 1 en el mandil, muserola azul y anteojeras negras. Me llamó la atención el número 5, American Promise, un alazán de imponente alzada. Luego vi al favorito Journalism. Se trataba de un castaño precioso, con un lucero blanco en la frente. No sucedía lo mismo con Coal Battle; tenía un físico esmirriado, que no decía mucho a primera vista. El tordillo Sandman, por su parte, daba la hora: completamente blanco, con una contextura privilegiada. Más atrás caminaba Sovereignty, castaño de hechuras perfectas, con los clásicos colores azul rey del Godolphin. Y cerraba la marcha Baeza, casaquilla oro y púrpura, anteojeras negras y muserola amarilla. Recuerdo que seguí mirando a los potrillos largo rato mientras se dirigían al punto de largada, hasta que desaparecieron detrás del partidor. La pista de carrera quedó entonces desierta y expectante. Todo estaba listo para los dos minutos más emocionantes del deporte.

 

***

La partida del Kentucky Derby se dio a las 7:05pm; aún de día, pero con nubes oscuras que ensombrecían malamente el cielo. El partidor estaba doscientos metros más atrás que en la carrera de las Oaks, por lo que esta vez no escuché el timbrazo cuando se abrieron las celdas. Acuclillado, vi a los veinte caballos dar el primer salto hacia el lodo de Churchill Downs. Parecía la carga de un regimiento montado. Como se esperaba, Citizen Bull tomó la punta, pegado a los palos. El lote de potrillos se compactó y vino hacia nosotros, a galope tendido. No resultaba fácil seguirlos. Había muchísima gente a mi alrededor, parada como yo en la pista, y todo el hipódromo era una locura: gritos, chillidos. Cuando los caballos pasaron delante de mí, Citizen Bull llevaba una cabeza de ventaja y el resto de los participantes venían encima, prendidos como perros de presa. Imposible identificarlos con precisión: no solo eran demasiados potrillos, sino que se trataba de un auténtico baño de fango.

Al girar la primera curva, levanté los ojos hacia la pantalla gigante del Big Board.  Citizen Bull por los palos y el potrillo Neoequos por fuera, peleaban la punta. El alazán American Promise se colocaba tercero, delante del japonés Admire Daytona. Todo ello, con las tribunas repletas del First Turn Club como telón de fondo. En la recta opuesta, recién pude ubicar a los potrillos cotizados. Ya iban bastante embarrados y apenas se distinguían sus colores. El favorito Journalism venía por fuera, a medio grupo, al lado de Coal Battle. Sovereignty y Sandman, en cambio, corrían entre los últimos lugares. A los que no veía por ninguna parte eran a Baeza y al japonés Luxor Café. Debían estar perdidos en el furor de la carrera, tapados por el barro. Mientras se acercaban a la última curva, en medio del delirio in crescendo de las tribunas, Journalism comenzó a pasar rivales como postes, uno por uno. Pero ya tenía a Sovereingnty detrás, pisándole los talones. A esas alturas, estaba cantado que los dos potrillos definirían el Derby: el gran favorito y su rival directo.

Cuando ingresaron a la recta final, Journalism dominó a los punteros. Pero Sovereignty apareció abierto, atropellando con fuerza. Todo Churchill Downs comenzó a rugir. Journalism por dentro, Sovereignty por fuera, cabeza a cabeza en un final de infarto. Dejé de ver la pantalla gigante y volteé hacia la pista. Los últimos metros fueron muy confusos: el fragor de las tribunas, los potrillos que se acercaban a la meta, la gente que saltaba y agitaba los brazos. El lodo salpicado por doquier. Alcancé a tomar varias fotos con mi celular mientras los caballos pasaron a mi lado, sin saber si saldrían bien o no. Solo disparé todas las veces que pude. Recién cuando me dejaron atrás, cuando los caballos cruzaron la meta, supe que Sovereignty había pasado de largo al final. Que Journalism no pudo resistirlo, por más que luchó. Y que Baeza apareció de la nada para llegar tercero, volando en los finales.

El trofeo del Kentucky Derby es un emblema del deporte americano y, sin exagerar, una de sus preseas más valiosas: es el único trofeo deportivo en los Estados Unidos fabricado completamente en oro macizo de catorce kilates. Mide unos 56 centímetros de alto y pesa casi dos kilogramos. Es fabricado en su mayor parte a mano, se comienza a elaborarlo cinco meses antes de la carrera y toma más de dos mil horas de trabajo. El trofeo es entregado al propietario del ejemplar ganador, en el círculo de vencedores, inmediatamente después del Derby. Pero también se entregan réplicas de menor tamaño, al preparador, jinete y criador.

Su origen se remonta al año 1929, con motivo del quincuagésimo aniversario del Derby. Y, como no podía ser de otra forma, fue idea del inagotable Matt Winn. El trofeo representa una copa con un purasangre y su jinete en lo alto, así como una herradura en alto relieve, grabada en el cuerpo. Desde que se creó, el único cambio relevante en su diseño ha sido la dirección de los extremos de la herradura: a partir de 1999, dejaron de apuntar hacia abajo y comenzaron a hacerlo hacia arriba, como símbolo de buena suerte y prosperidad.

Terminada la carrera, volví a atravesar la pista de arena para esperar el regreso de Sovereignty junto con el resto de periodistas y personal de Churchill Downs. A diferencia del día de las Oaks, esta vez no lo pensé dos veces. Mis zapatos ya estaban destruidos. Simplemente di pasos firmes sobre los charcos de lodo, caminando lentamente. Al llegar a la pista de césped, la algarabía se desbordaba por donde uno mirase. Las conexiones del Godolphin, caballeriza de Sovereignty, estaban eufóricas. No era para menos: se trataba del primer Kentucky Derby de la icónica ecurie de Al Maktoum. Y la alegría era por partida doble: en apenas 48 horas, habían hecho el doblete Oaks-Derby.

Sovereignty apareció de pronto, montado por un Junior Alvarado exultante. Ambos estaban embadurnados hasta las orejas de lodo y barro. Una sonora ovación los recibió. Llevaron al caballo de la brida y un vareador le comenzó a echar cubos de agua por las grupas. Entonces vi la guirnalda y sus cuatrocientas rosas. La cargaban entre dos personas. Más que una guirnalda, parecía un lecho de rosas, por lo larga y ancha que se veía. Era un trabajo extraordinario: una filigrana floral, rebosante de vida y pétalos. Con no poco esfuerzo y la ayuda del propio jinete, la colocaron pesadamente sobre la cruz de Sovereingnty, que la recibió sin inmutarse. Quien no pudo contenerse fue Junior Alvarado, que comenzó a arrancar las rosas de la guirnalda para lanzarlas al aire, feliz de la vida. Yo estaba tan cerca que una de las rosas cayó a mis pies. Me agaché para recogerla, como quien se encuentra con una joya en el suelo. La levanté en el aire y la sostuve a contraluz, con las tribunas de Churchill Downs como marco. Era simplemente perfecta.

EPÍLOGO

Todavía quedaban varios periodistas en la sala de prensa cuando salí, mochila al hombro, rumbo a los buses. Afuera, Churchill Downs seguía palpitando. Como un diapasón cuyas notas vibran largo rato en el aire y no terminan de silenciarse. Crucé el patio central, poblado de personas en grupo, parejas tomadas de la mano y sombreros de todos los tamaños. El público abandonaba las instalaciones del hipódromo, entre risas y gritos. Sin apuro. Pero yo sí llevaba cierta prisa. Quería llegar al hotel de una buena vez, quitarme los zapatos desastrados, pegarme una ducha caliente. Dormir a pierna suelta ocho horas seguidas, como mínimo. Apuré el paso. Estaba oscureciendo y corría un viento salpicado de pequeñas gotas. De un momento a otro, podía caer un nuevo diluvio.

Al bordear el edificio semicircular del Paddock, cuando ya tenía al frente la estatua de Aristides y la puerta de salida, volví a ver el puesto de los mint juleps. Muy cerca de la entrada al Clubhouse. Era el mismo puesto de la tarde, el Julep House de la encantadora Adelyn. Pese a la hora, continuaba abierto y se veían unas luces en su interior. ¿Estaría Adelyn adentro? Me detuve por unos segundos. El puesto estaba vacío. Disponible. Miré mis zapatos, hechos una desgracia. Entonces recordé la rosa que recogí, una de las cuatrocientas rosas rojas ofrendadas al ganador del Derby. Y pensé que, tal vez, lo sensato no era seguir mi camino, tomar el bus y llegar temprano al hotel. Lo sensato, lo prudente, lo que mandaba la razón, era dejarse llevar por ese canto de belleza sureña, sentir en los labios el dulce sabor de otro mint julep y perderse para siempre entre los ojazos celestes de Adelyn y su vestido rojo encendido, estilo pradera.